
Si por un despiste inadvertido un marciano o un turista ocasional se creyera a pies juntillas lo que la publicidad expone, quedaría asombrado ante la España que en ella se ofrece: ¡Ese gran país con gente tan guapa y exitosa!
Mecachis que, de vez en cuando, se cuela alguna imagen discordante, con detalles no tan atractivos o de excelsa compostura. Contrastando, entonces, con personajes no tan guapos, ni delgados, ni medianamente divertidos.
Aunque, en general, las chicas son casi todas fitness o como mucho ‘curvies’, pero siempre esbeltas y muy atractivas. Además están encantadas de conocernos y nos transmiten unos avisos que no dudamos en seguir ¡Compraremos lo que nos digan, ya sean supuestos complementos alimenticios o cualquier mejunje con propiedades sanitarias o curas milagrosas!
¿Y quién está detrás de toda esta propaganda de estilo de vida saludable?
Pues la industria farmacéutica, que copa los espacios publicitarios, recomendándonos lo que sea, con la autoridad y prestigio que sus marcas avalan, y sin necesidad de supervisión médica o acaso solo científica.
La imagen del país que se da en los anuncios publicitarios es tan fascinante y maravillosa que dan ganas de quedarse en ellos para siempre, gozando y disfrutando lo que se ve. Poco tiene que ver ese mundo con lo que, a veces, aparece como de tapadillo en los noticieros o en los consejos gubernamentales sobre cómo actuar ante cualquier pandemia o alarma sanitaria; y por supuesto ante manifestaciones de descontento y rechazo de las situaciones conflictivas, que afectan a millones de ciudadanos.
El contraste entre la realidad, que se alcanza apenas a visualizar en los telediarios durante unos segundos, choca con las machaconas imágenes de los anuncios. En los que sus protagonistas disfrutan luciéndose deportivamente y muy satisfechos consigo mismos, consumiendo lo que les echen: autos, viajes, bebidas, joyas, vestimentas lujuriosas o mascotas tiernas y bellísimas. La vida que se muestra es la mejor de las posibles, o, al menos, una de ellas. Lástima que la cotidianidad, pocas veces coincida con esos supuestos.
“Uno de los efectos más perjudiciales de la publicidad en España es el comportamiento poco racional”.
No podemos ignorar las colas de gente esperando una ayuda alimenticia o para que les solucionen algún recurso por el que llevan mendigando durante meses, ¡o incluso años! Pero RECUERDA: hay que correr, saltar, bailar, abrazarse jubilosos, conducir un auto fascinante, volar en parapente o navegar con una moto acuática. Aunque sean faenas imposibles de asociar con esas gentes haciendo colas y con gestos adustos. Ya no llevan boinas ni cartillas de racionamiento, sino mascarillas, cupones descuento y tarjetas sanitarias. ¡Cuánto hemos avanzado!
Somos conscientes que esas imágenes son el desiderátum de los sueños colectivos, lo que muchos ansían conseguir si les toca la lotería o llega una herencia inesperada. No obstante, mientras esa imposible posibilidad se hace esperar, los anuncios nos bombardean con su barahúnda abrumadora. Muestran las cosas que deberíamos tener o a las que, por lo menos, deberíamos aspirar.
Hasta entonces seguiremos currando en teletrabajo y tapando los agujeros de las facturas mensuales. Porque, pese a todo, estamos disfrutando de un mundo que nuestros abuelos ni siquiera pudieron soñar. ¡Ya nos dicen las gentes del Norte europeo, que vivimos por encima de nuestras posibilidades!
Luis-Lorenzo, ciudadano consumidor de anuncios publicitarios fascinantes.